Por Diego AñañosDocente de la Faculta de Ciencia Política y Relaciones Internacionales
El lunes pasado, luego de una decisión del Banco Central japonés, el mundo financiero entró en fase de espanto. La crisis se contagió rápidamente a las bolsas asiáticas, cuya operatoria comienza antes que las occidentales, para expandirse luego a todo el planeta. Otro lunes de locura, como aquellos de octubre de 1929 y 1987, que no hizo más que mostrar una vez más la inestabilidad inmanente de los cimientos sobre la que está construida la arquitectura financiera internacional. Otro lunes negro, en fin, porque para el imaginario occidental y cristiano, lo negro representa la suma de todas las desventuras. Otra más de las crisis que genera de manera permanente el capitalismo, desde que la lógica de valorización productiva del capital fue sustituida por la valorización financiera.
Pero, ¿qué hizo el Banco de Japón? Básicamente subió las tasas de referencia de política monetaria, la pregunta debería de por qué lo hizo. Para entenderlo, veamos rápidamente algo de historia económica reciente. La salida de la pandemia y la guerra de Ucrania implicaron un estallido inflacionario alrededor del planeta, y Japón no pudo aislarse del fenómeno. Paradójicamente, el contexto inflacionario, permitió que el país oriental pudiera recuperarse de un largo ciclo de décadas de estancamiento, donde confluían un débil crecimiento de la economía con tendencias deflacionistas. A contramano de las decisiones de las autoridades monetarias de la mayoría de los países, que elevaron las tasas de interés para apaciguar la estampida de precios, el Banco Central japonés mantuvo las tasas bajas. Esto le permitió ubicar a su economía en una senda inflacionaria virtuosa, es decir, con índices bajos, muy estable, pero que a la vez estimulaba el crecimiento económico. La suba de costos, operaba como argumento para la suba de precios, que a su vez permitía la suba de salarios, lo cual redundaba en un ciclo económico creciente. En marzo de este año, el Banco de Japón subió la tasa de interés por primera vez en 17 años, afirmando que la economía nipona había encontrado un sendero de crecimiento de los salarios y los precios consistente macroeconómicamente. Sin embargo, la evolución no fue la esperada, y la inflación comenzó a subir por encima del objetivo del 2% anual, a la vez que la caída del yen, encarecía los productos importados. La consecuencia fue un fuerte recorte de los gastos de los consumidores. A su vez, la política de tasas bajas, produjo una suerte de burbuja financiera instrumentada a través del mecanismo del carry trade. Es decir, los fondos de inversión se endeudaban en yenes a tasas inexistentes, con esos yenes compraban dólares, para luego comprar activos financieros cuyo rendimiento estaba por encima de la tasa de interés japonesa. Claro, cuando la autoridad monetaria decide, a partir del viernes 2 de agosto, comenzar a subir las tasas, el costo del endeudamiento asumido crece considerablemente y las empresas intentan salir rápidamente de sus colocaciones para no incrementar sus deudas. Ahí es dónde comienza la espantada.
Paralelamente en los EEUU se está librando una silenciosa batalla entre los mercados financieros y la Reserva Federal. A mediados de la semana pasada, el titular de la FED, Jerome Powell, anunció que por el momento no se reducirían las tasas de interés de referencia de política monetaria. Si bien el funcionario reconoció que la economía norteamericana está dando algunas señales de desaceleración, la inflación aún no se ha estabilizado en la zona de confort que proyecta la autoridad monetaria, por lo que los mercados deberán esperar, por lo menos, hasta la reunión de septiembre. La FED no parece estar dispuesta a dejarse presionar, en el conocimiento de que los mercados financieros no son la economía. Es decir, no importan las predicciones de una inminente recesión derivadas de las modelizaciones de los ejecutivos de cuenta de los fondos de inversión, la autoridad monetaria norteamericana seguirá con su programa previsto. Además, tampoco se puede hacer política monetaria siguiendo las proyecciones de los mercados que, como bromeaba Paul Samuelson, “pronosticaron nueve de las últimas cinco últimas recesiones”. Sin embargo, sobre el viernes de la semana pasada se conocieron los datos de creación de empleo de la economía norteamericana, y los valores estuvieron muy por debajo de los que se esperaban, por lo cual el fantasma de una posible recesión tomó carnadura. Algunos analistas, en consonancia con la FED, sugieren esperar un poco, dada el fuerte componente estacional de los datos y los efectos del huracán Beryl. Otros, como Donald Trump, en plena campaña electoral, hacen cine catástrofe desde sus redes sociales. “Los mercados bursátiles se estrellan, las cifras de empleo son terribles, y vamos directo a la tercera guerra mundial”, sostuvo el empresario.
Hoy las aguas parecen haberse calmado, pero será sólo hasta la próxima crisis. No sabemos cuándo ocurrirá, pero sin dudas tendrá lugar dada la dinámica sistémica de los últimos cuarenta años, donde la volatilidad está a la orden del día. Y la volatilidad no es cualquier cosa. Volatilidad es un fenómeno que hace que los valores de los activos puedan variar significativamente (agresivamente, como se dice en la jerga financiera), por fuera de cualquier regla de mercado. Basta una pequeña chispa en cualquier lugar del planeta, para que el fuego tome fuerza. Sabemos cómo comienza, pero nunca cómo ni cuándo termina. Hoy fue una medida del Banco de Japón, mañana puede ser un default corporativo de una empresa global, pasado una crisis de balanza de pagos de un pequeño país del sudeste asiático. Cualquier señal es propicia para desencadenar el caos en los mercados y, en cuestión de horas, el planeta se transforma en un mar de temor e incertidumbre.