El historiador Mario Gluck vuelve sobre un personaje extraño de los Estados Unidos, un empresario del siglo XIX que fundó un imperio pero que, al cabo, no resultó el paradigma del éxito que la potencia del norte coloca como estandarte de la superioridad de su “sistema”.
Se trata de Johann Augustus Sutter, nacido un 23 de febrero de 1803 en Suiza. A los 31 años, sin dinero, escapando de las deudas o, afirmaban malas lenguas, de las consecuencias de alguna que otra estafa, deja a su familia y marcha en barco a los Estados Unidos. Llega a Nueva York y desde allí emprende, junto a otros 11 aventureros, en carros tirados por bueyes, un largo viaje de costa a costa, hacia el oeste. De la docena inicial, por abandono o muerte, llegan apenas tres a Alta California, entonces territorio mexicano. El suizo entre ellos. Una imagen entre tantas, dice Gluck, de la conquista del oeste, proceso constitutivo de la potencia americana, más complejo, más político, más sangriento que el exportado por Hollywood.
Sutter compra un terreno en el valle del río Sacramento, “negocia” con los indios que lo habitan, o los expulsa. También inicia trato con el gobierno mexicano, poco interesado en esos territorios alejados, la hoy San Francisco, y logra una concesión a 10 años para colonizar miles de hectáreas. Contrata trabajadores en las islas Sandwich (hoy Hawai), incorpora ganado y maquinaria.
Al cabo de una década, es un terrateniente con un emporio económico anclado en la agricultura, la ganadería, la lechería y el comercio. Lo nombran general y se transforma es uno de los hombres más ricos de lo que en breve dejaría de ser suelo mexicano. Su proyecto “Nueva Helvecia” llega a tener 25 mil hectáreas, mil trabajadores, un ejército privado y 12.000 cabezas de ganado.
Gluck, en su participación semanal dentro del programa La Marca de la Almohada, pincha el globo de esa historia que arranca prometedora, que apunta a colmar el imaginario del éxito: es que termina en desastre por un acontecimiento fortuito que desata, también él, otras ilusiones de riqueza en pocos casos materializadas. Trae a colación un libro de Stefan Zweig de 1927: Momentos estelares de la humanidad. En ese compendio de vidas reales noveladas, el autor dedica un capítulo a Sutter, entre otros sobre el ocaso del imperio de Oriente, el nacimiento de El Mesías de Händel y la derrota de Napoleón en 1815, sin agotar la lista.
En su repaso, Gluck destaca el momento en que un hecho fortuito desata el infortunio para el suizo. Fue en 1848. Uno de sus carpinteros, James Marshall, le dijo que había encontrado pepitas de oro en el río American, cerca de la colonia Coloma, el mismo curso de agua que atraviesa la hoy ciudad de Sacramento. Sutter intentó que la noticia no circulara, pero ya se sabe cómo secretos prometedores como ese perforan cualquier precaución. Y así, la propiedad del pionero terminó invadido por buscadores del metal provenientes de todo el mundo.
En menos de seis meses, el número de mineros en la región se había disparado a 4.000. Llegaban desde Oregón, Hawai, México, Perú, Chile y hasta de China. Dejaban sus familias para lanzarse al sueño de una pronta riqueza. Sutter, que había llamado a su esposa e hijos, la perdió a ella y a dos de sus descendientes en el proceso. La balnza se le inclinó rápidamente en sentido contrario.
En diciembre de 1848, el presidente estadounidense James Knox Polk anunció públicamente la abundancia de oro de California al mundo. Era el mismo mandatario que había ganado las elecciones cuatro años antes con la promesa de anexar Texas, y que generó un “casus belis” para hacer lo propio con Alta California, mediante el Tratado de Guadalupe Hidalgo, el mismo año en que el carpintero se tropezó con la primera pepita, el del principio del fin del imperio de Sutter.
El suizo había promovido el paso de las tierras en las que había triunfado a los Estados Unidos, recordó Gluck. Y se le volvió en contra. El gobierno estadounidense le expropió sus propiedades. Estaban en un territorio ahora codiciado por el metal y también por su posición estratégica para las rutas del comercio con Asia. El imperio es más fuerte, y Sutter tuvo que iniciar un agotador periplo para recuperar lo suyo. Su colonia agrícola había sucumbido al “Golden State”.
En el transcurso de un año, la población no nativa del territorio de California explotó de aproximadamente 20.000 a más de 100.000. Los problemas, para todos, se acrecentaron. Surgieron poblaciones, puertos, infraestructura, prostíbulos, un entramado que creció violentamente, difícil de gestionar.
Sutter, con el patrocinio del único hijo que le quedaba, señala Gluck sobre el relato Zweig, inicia una demanda contra los más de 17 mil colonos que ocuparon sus tierras, para que se vayan, y contra el gobierno estadounidense, al que le reclama 25 millones de dólares en concepto de indemnización y otros 25 por los bienes destruídos.
Tuvo que esperar, pero finalmente la justicia le dio la razón. Pero nada sería ya venturoso para el suizo. Los colonos se rebelan, la sentencia es impracticable. Y el 17 de julio de 1880, Sutter no sobrevive a un ataque cardíaco. En su bolsillo, según lo que de él se cuenta en Momentos estelares de la humanidad, quedó la medida legal en la que se le reconoce a él y a sus herederos la posesión del rico y extenso patrimonio donde arrancó la fiebre del oro.