Por Esteban Kaipl
Docente e investigador de la Facultad de Ciencia Política y RRII
Rubato – (tiempo robado) en una de sus acepciones, se emplea para caracterizar un término musical que hace referencia a la discrecionalidad del director (o interprete principal) de una orquesta en la aceleración o desaceleración del tempo.
En los primeros 100 días de gobierno de Javier Milei algo ha quedado en claro: el Presidente no pasa desapercibido y ello puede ser atribuible al alto grado de exposición que tienen los arrebatos, las emociones, los signos de frustración, los nuevos embates, y las presiones públicas para torcer voluntades.
Que en la política las emociones son fundamentales, no es algo nuevo, hay bibliotecas enteras y extraordinarias que dan cuenta de ello. Por nuestra parte, elegiremos poner el foco en una tensión que nos parece bastante particular. Esta es la que se genera entre la velocidad que imprime el mundo sociodigital a la política, que este gobierno parece tener muy en cuenta para dirigir discrecionalmente el tempo; y la velocidad institucional de la democracia constitucional, ritmo que este gobierno parece desconocer por momentos, parece ignorar por otros, o parece hasta despreciar en algún episodio (esperando su aceleración para llegar a un compás forzado, casi extorsionado).
La alta velocidad no solo expone la circulación de aspectos de muy diversa índole en la esfera pública, sino que también expone la fuerza y el recorrido rampante que cobran los aspectos emocionales antes de toparse con cuestiones relacionadas al equilibrio institucional. Equilibrio que desacelera, enfría y genera nuevos ruidos en el motor de un gobierno que parece no querer encontrar contrapuntos, badenes o cualquier lomada reductora de velocidad.
De Milei, entonces, se dice que es un torbellino, un aluvión, que vino a revolucionar (de manera reaccionaria muchas veces) el sistema político a base de golpes de timón que aparentan desmesura. Fusiona, en ello, de manera poco habitual (hasta inverosímil por momentos) diversas tradiciones de derechas que aparecieron a lo largo de la historia argentina, sintetizadas algunas veces en el liberalismo económico, conservadurismo cultural, antipluralismo político y nacionalismo reaccionario. Esas combinaciones que a veces parecen imposibles, puede que no sean deliberadamente articuladas –acaso porque surgen en el fragor de la alta velocidad-, pero bien pueden ayudarnos a caracterizar un perfil de gobierno que va al choque (shock, nada de gradualismos, nada de medias tintas) para luego acusar al resto por no seguir su ritmo, dirección y sentido.
Es allí donde vemos también que este es un gobierno que añade a su vorágine, estrategias de comunicación novedosas (teniendo a la mano la métrica de los impactos, impresiones, alcance o viralidad de los mensajes en redes sociodigitales); vaivenes discursivos de sus funcionarios y legisladores que rozan los pasos de comedia negra; acólitos que están al pie del cañón para salir a atacar cibernéticamente enemigos (que pudieron haber sido amigos muy poco antes, o podrán serlo muy poco después); descalificaciones lapidarias que pasan al olvido a los pocos días de ser manifestadas; un manejo y apego a los algoritmos explícito. Lo volátil, lo efectivo en redes, parece acompañar cada movimiento de gobierno.
Así, los canales y las formas políticas institucionales parecen volverse lentas, demasiado lentas. Hasta el punto de detener y provocar la ira de quienes reclaman velocidad. Lo importante parece chocarse con lo urgente, el punto fundamental entonces es poder medir las consecuencias para no dejarse llevar puesto por cuestiones que podrían ser irrecuperables.
La vorágine contrasta, por todo ello, con la arquitectura constitucional de las democracias liberales, representativas y electivas. Régimen que intenta traducir (con mayor o menor éxito) institucionalmente y de manera vinculante, los humores sociales, escalonando decisiones soberanas, para no caer en el gobierno del plebiscito permanente, que podría develar un rostro autoritario. Ante esto, un llamado de atención. El aumento de la velocidad no es sólo una vía rápida a un destino incierto, sino el aumento del riesgo ante medidas autoritarias, pasionales, paradójicamente desmedidas. Las instituciones deberían acomodar las desmesuras, la ley como razón sin pasión.
Más allá de esto, los frenos institucionales parecieran haber pasado de moda, diversos gobiernos desde la -hoy reivindicada- década del 1990 hasta aquí, así lo demuestran: proliferación de Decretos de Necesidad y Urgencia (DNU); leyes a favor de la concentración por parte de los ejecutivos (o su Ministro de Economía); la “excepción” como estrategia de gobierno; y muchos etcéteras. Las instituciones siguen exponiendo políticamente que nuestra democracia necesita reflexionar y activar, si es necesario, una especie de freno de mano para que los arrebatos que surgen en momentos de emergencia (casi todo momento, según los líderes personalistas) no habiliten absolutamente todo, de una vez y para siempre. Cuando los desacuerdos no se manifiestan en la coexistencia entre una particularidad y otra, lo que se pone en riesgo es la democracia misma.
La tensión entre las velocidades de lo público-político no es nueva. No son pocos los teóricos y dirigentes políticos que se han manifestado en favor de la aceleración de las definiciones o de las decisiones, para evitar el letargo institucional de los parlamentos, de la deliberación, etc. La impresión de vivir en emergencia permanente tributa probablemente a una corriente que ve en las instituciones democráticas obstáculos en la búsqueda de una solución súbita a los problemas. El inconveniente puede ser el hecho de atribuirle a la alta velocidad un valor inapelable. La aceleración discrecional del líder nos puede exponer a la extorsión constante, y ante eso hay que oponer resguardos. La historia de los equilibrios y frenos constitucionales tienen mucho que decir al respecto.
Aunque el Ejecutivo intente avanzar rápidamente hacia algún lugar, sufrir contrapuntos, recular, y volver a avanzar en algún sentido inesperado -muchas veces forzado-; no podemos decir que el balotaje haya legitimado tal discrecionalidad frente a la tensión entre las diversas velocidades. La situación socioeconómica pudo haber acompañado hasta aquí el desenfreno; sin embargo, es importante que las instituciones del Estado democrático de Derecho, ayuden a percibir que ante la complejidad del caso la alta velocidad no puede ser el único recurso a atender.