Por Mariana Servio
Trabajadora Social. Profesora de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales (UNR)
Un simple repaso por la historia nos muestra que, salvo en momentos excepcionales, la Asistencia Social ha estado alejada del terreno de los derechos; podemos coincidir en que ha predominado su carácter residual, estigmatizante e institucionalmente débil, volátil y fragmentado, pero no así su centralidad política. Esa debilidad institucional, en comparación con otros sectores clásicos de la política social como salud o educación, guarda relación con la descalificación de sus receptores, sobre los que se vuelcan todo tipo de prejuicios raciales, clasistas y misóginos.
En este sentido, el discurso o enfoque del Desarrollo Humano, invocado hasta el cansancio por Javier Milei, no sólo no es novedoso, sino que contiene muchas de aquellas connotaciones. Su influencia fue fundante de una de las lógicas de intervención social y permeó todo el complejo de política social. Esto es así, abiertamente, desde la década del ‘90, cuando se desplazan las explicaciones sobre la pobreza en la carencia de ingresos y las condiciones de vida y de trabajo, para poner el eje en el déficit de capital humano y social, lo que equivale a decir que la pobreza es producto de la falta de capacidades y disposiciones de los sujetos, un problema subjetivo para afrontar los propios riesgos.
La política social argentina, reconvertida a partir de este enfoque profundamente neoliberal, se “enfocó” en los más pobres y vulnerables, para compensar los efectos sociales del ajuste económico del Consenso de Washington, delegando, además, funciones estatales en organizaciones de la sociedad civil, la comunidad y las propias familias.
Si bien luego del estallido de 2001 hubo otras lógicas que impugnaron el modelo neoliberal e impulsaron políticas de ampliación de derechos, el neoliberalismo como ethos, como racionalidad, como proyecto, continuó calando profundamente en la sociedad, en absolutamente todas las esferas de la vida, de las relaciones sociales, en la fibra más íntima. De lo contrario, ¿cómo se explica la adhesión a una propuesta de gobierno que pregona que la justicia social (o sea, los derechos sociales) son una aberración? De lo contrario, ¿cómo es posible que la cartera de “Capital Humano” deje en suspenso la asistencia a personas con enfermedades graves, interrumpa la transferencia de fondos a comedores barriales -por nombrar algunas de las medidas que lleva en este corto tiempo de existencia- y no nos escandalicemos, que nuestras vidas continúen con total normalidad? O, peor aún, cómo es posible soportar que nuestre vecine, nuestre compañere de trabajo o nuestre familiar justifique -o incluso festeje- la muerte trágica de un adolescente mientras intenta robar cables, o el despliegue desmesurado de las fuerzas de seguridad para con una niña que intenta hurtar útiles escolares?
En este marco profundamente desolador, desde la Red Argentina de Investigación sobre Asistencia Social (RAIAS), venimos insistiendo en que defender la Asistencia Social como derecho significa contribuir a disputar el sentido de las protecciones, de los derechos sociales, de la estatalidad, de lo público; significa bregar por una sociedad más amable, menos hostil.
El proyecto neoliberal preconiza la individualidad como superación de cualquier atadura estatal que limite a las personas a realizar su máximo potencial y triunfar en el mercado. Ha quedado demostrado que tal afirmación no sólo no es cierta, sino que sus efectos pueden ser devastadores. Por lo tanto, es imperioso dar la discusión en todos los ámbitos posibles e insistir en que la libertad que proponen es la de quedar a merced de la lógica individualista y excluyente del mercado, o sea, a la intemperie.