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Los juicios por jurados nos llevan a un camino de cornisa

 

Por Gustavo Feldman

Abogado

Hoy en día en la sociedad argentina no hay estamento más corporativo y más cercano a lo feudal que el Poder Judicial. No hay estamento con más prerrogativas y con más poder, real y formal. Paralelamente es la expresión institucional que denota una conducta pendular y acomodaticia como ninguna otra. Todo esto genera en la ciudadanía una desconfianza honda y sostenida en el aparato de administración de justicia.

Entonces, no sorprende que resulte atractiva una antigualla histórica, cultural y social como el juicio por jurados. Sepultado en el olvido por ciento cincuenta años, ahora parece ser la respuesta de los administradores públicos para legitimarse con los administrados ante la desconfianza generalizada de estos por sus jueces. Hablamos de un sistema en el cual el jurado o los jurados resuelven lo que quieren y “cómo” quieren, sin necesidad de dar fundamento de la decisión, sin necesidad de que siquiera exista algún fundamento. Es más, el jurado tiene vedado exponer los fundamentos de su veredicto.

Es decir que se trata de un sistema irracional y por ende intrínsecamente injusto que permite condenar a alguien a prisión sin explicarle porqué. Que, además, impide una adecuada defensa y viola el derecho humano a la segunda instancia que desde 1994 tiene rango constitucional en la República Argentina, porque el condenado no sabe que está apelando y por qué está apelando. Este derecho inalienable está en el Pacto de San José de Costa Rica y en el Pacto de Derechos Civiles y Políticos que integran el “bloque constitucional” y son de fuente internacional, incluso por encima de las pautas del derecho constitucional doméstico en las que se habla de juicio por jurados.

Los juradistas recurren a la ficción, a la falacia, de que las instrucciones del juez, previo a deliberar, suplen el fundamento que nunca dará el jurado. Tan artificioso es el argumento que el mismo se torna irrisorio; no existe forma de comprobar que el jurado sigue o no esas instrucciones que son de carácter general y teórico, y aunque así fuera, nada tienen que ver con el hecho de que el condenado no puede conocer por qué lo condenaron, cuáles fueron las pruebas tenidas en cuenta, de qué forma, por qué, cómo se valoraron.

Para apelar una condena la defensa debe conocer los fundamentos de la misma y no que fue lo que el juez les indicó a los jurados sobre la ley aplicable. Una construcción mendaz para justificar lo injustificable. Podría darse un caso de recolección de prueba en forma ilegal, y esto haber sido explicado por el juez antes de la deliberación; pero que el jurado considerara “injusto” que por esa “nimiedad” el culpable quedara impune y libre; y entonces sacrificar esta garantía constitucional del reo porque “la sociedad requiere una respuesta”, porque “a los delincuentes hay que tratarlos como enemigos de la sociedad y al enemigo ni justicia”, porque “la sociedad debe protegerse de la delincuencia como sea”, o porque “ya lo hizo Nayib Bukele en El Salvador y paró la ola de homicidios”. En fin: un veredicto apoyado en criterios emocionales, aunque sean ilegales, cuya supuesta efectividad santifica apartarse de la manda constitucional.

Otra falacia: el juicio por jurados democratiza la Justicia. Los jurados no representan a nadie; a la sociedad la representan los diputados, los legisladores provinciales, los concejales, el gobernador, el presidente; nunca alguien “sorteado” para decir que otro es culpable o no culpable. A la sociedad la representan los llamados por ella al momento de votar: ese es el sistema representativo del diseño de las constituciones nacional y provincial. Si lo que se busca es mejorar la administración de justicia no hay que suprimir los jueces y reemplazarlos por legos sorteados para la ocasión. Lo que debe hacerse es mejorar la selección de esos jueces.

Tampoco es un sistema republicano. Lo republicano refiere a lo público, a lo transparente, a lo que tiene fundamento para que pueda ser debatido y criticado, nunca a lo obscuro, lo oculto, lo infundado. Lo republicano nada tiene que ver con un sistema que oculta los fundamentos por los cuales se condena o se absuelve. Un jurado podría decidir apartarse de la ley vigente porque lo cree más conveniente u oportuno y así emitir un veredicto “al margen de la ley”; sin chance de que esto se conozca o se impugne. La Constitución de la Provincia de Santa Fe dice en su artículo 95: Las sentencias y autos interlocutorios deben tener motivación suficiente, so pena de nulidad.

Esto es más que un requisito procesal para las causas judiciales; es una verdadera pauta rectora de todo el derecho público santafecino, y responde precisamente a ese principio republicano del conocimiento, el debate y la posibilidad de impugnar lo que el Estado hace y dispone. El juicio por jurados se da de bruces con la constitución santafecina, porque además la misma constitución, en su artículo 85, habla de que el Poder Judicial “es ejercido” por la Corte, las Cámaras y los “demás jueces…”; existe en la Provincia de Santa Fe una exclusión del juicio por jurados por mandato constitucional. La mención del sistema juradista en la constitución federal no obliga a una provincia a instituir dicho sistema de enjuiciamiento penal. Así lo entendieron los constituyentes provinciales de 1962. A lo largo de treinta y cinco años pude hablar con tres de ellos: Roberto Rosúa, Héctor García Solá y Decio Ulla. Recibí en distintas épocas la misma versión: a nadie de la convención le gustaba la idea, pero entendieron que una exclusión explícita podía ser “políticamente incorrecta”.

Lo cierto es que la Constitución santafesina habla de juicio “oral y público”. El proyecto enviado a la Legislatura adolece de las falencias propias de este sistema. De aprobarse implicará una seria involución en este camino de los últimos diez años, en los cuales se consagraron la oralidad y la publicidad. En resumen: el juicio por jurados es un sistema de enjuiciamiento penal falaz, solapado, arbitrario; usado históricamente por las máximas expresiones de la cultura colonialista por un lado y la concepción imperial y vigiladora global por el otro. Un sistema para perpetuar el racismo y la discriminación, y en su momento para seguir con la vigencia de la pena de muerte cuando toda Europa la había derogado. Un camino de cornisa que no deberíamos ni siquiera transitar.

(*) Abogado.