Aseguran que es más rentable que hacer horas adicionales. La app ilegal cada vez tiene más coches en la ciudad
La aplicación de transporte Uber cada vez tiene más coches en Rosario, a pesar de ser declarada ilegal por el municipio y perseguida por los organismos de Control. La controvertida app ha empezado a instalarse como opción de movilidad privada en la ciudad, y ya hay policías y gendarmes que manejan autos, como forma de sumar ingresos, porque aseguran que les es más rentable que hacer horas adicionales. ¿Cómo es un viaje en una de las aplicaciones más famosas y discutidas del mundo?
Al abrir la aplicación en el macrocentro, la geolocalización muestra una buena oferta de autos. Al pedir un coche, una vez marcado el destino en zona norte y aceptada la tarifa estipulada, en segundos es aceptado. El precio es más bajo que en Cabify, probablemente por el interés de Uber en hacer dumping para meterse en el mercado. El auto llega rápido. Es un Volkswagen Gol negro con el piso planchado. Está más cerca de un clásico remís trucho que al auto de alta gama que flota en cierto imaginario. El chofer pide que el pasajero se siente adelante para evitar los controles: “Si me agarran, para sacarlo del corralón son 300 lucas, comenta el conductor mientras prepara la ruta. Y advierte que si aparece un inspector, habrá que fingir una amistad.
Para no despertar sospechas lleva el teléfono fuera de la vista, escondido en un compartimento a la izquierda, bajo el volante, con la voz del GPS prendida. Y aquí aparece el primer inconveniente: no sabe configurar bien el destino solicitado y pide ayuda. Revela que no es de la ciudad. Hace seis meses que maneja Uber, pero no es su profesión principal y no lo hace todos los días. Aún no conoce del todo algunas funciones de la app ni la difícil geografía rosarina. El chofer se llama Fernando. Cuenta que es policía y los fines de semana maneja para la app. Es de un pueblo del sur santafesino, cumple funciones en Cañada de Gómez y cuando visita a su novia en Rosario, hace un extra como conductor.
Fernando dice que muchos oficiales y gendarmes están conduciendo para Uber en Rosario. “Un adicional paga 500 pesos la hora. Por eso nadie quiere ir a trabajar a la cancha. Acá, una noche de fin de semana, hacés 2.500 pesos por hora”, asegura mientras atraviesa el viaducto Avellaneda. Calcula que hay unos 500 conductores en toda la ciudad. Incluso, sostiene que conoce taxistas que cubren viajes de Uber. La mayoría lo hace como él, de medio tiempo. Pero otros, con menos posibilidades, lo tienen como único sostén. Por ejemplo, nombra a un comerciante de 55 años que se fundió y que ahora se dedica full time a manejar. Hace 250 mil pesos por mes. “Dice que es lo único que sabe hacer”, indica.
El policía detalla que mete tres turnos por semana. Arranca a manejar temprano, apenas anochece. Lleva gente durante cuatro horas y corta. Así, le agrega un extra de 120 mil pesos por mes a su magro sueldo en la fuerza. “De alguna manera soy mi propio jefe. Cuando quiero me pongo fuera de línea en la aplicación y me voy con mi novia”, larga y agarra bien el volante, mirando hacia adelante en la noche de avenida Alberdi, con cierto orgullo. Las mejores noches son las de viernes y sábado. Los jueves, hay un poco menos de movimiento. Pero los días más fuertes Uber ofrece promociones para alentar a los choferes a manejar en los horarios más demandados, y los aprovecha. “Los sábados, entre las 2 y las 4 de la madrugada, si hacés más de 10 viajes cobrás un bonus de 4 mil. Si empezás a sumar, te viene bárbaro”, cuenta.
Todos los miércoles le depositan las ganancias en su caja de ahorro. Uber se queda con el 20% de todos los viajes que hizo. Para cobrar, todos los conductores deben hacerse el monotributo. Fernando ya tiene obra social y aportes jubilatorios, así que solo paga el mínimo, que está en 2 mil pesos. “Los tipos que lo crearon son multimillonarios. Son unos genios”, tira con admiración en un semáforo de Rondeau, y los ojos le brillan un poco, quizás de imaginar los lujos en los que viven. Su fantasía es interrumpida por un teléfono que suena. Lo saca de abajo del asiento. Es otro, no el que usa para la app. Corta la llamada. En la pantalla decía un nombre y “jefe de policía”.
El viaje está por llegar a destino. Fernando comienza a ver cómo hace para doblar a la izquierda en el ancho bulevar doble mano. “¿Me tengo que tirar a la derecha acá?”, se pregunta. Y cuenta una última anécdota sobre cómo hizo para zafar un control policial. “Estaba dejando un pasajero cerca de unos fonavis, zona jodida. Había cinco mutantes en la esquina fumando porro y viene la motorizada. Yo justo prendo la luz de adentro para agarrar la plata del viaje, y me ven. Deben haber pensado que estaba haciendo un maneje“, relata con jerga callejera, en referencia a vender droga.
Aquí la historia se pone más tensa. Los agentes se le acercan, y le tocan la ventanilla con un golpe firme. La baja. Le entrega los papeles. Lo hacen descender del auto y lo interrogan. Duda, pero se identifica como lo hacen los policías entre ellos. “Soy empleado”, le dice. “Estoy manejando un Uber”, agrega. Le piden la identificación. Fernando tiene mayor rango que el que lo detuvo. El otro le dice “jefe” y le pide disculpas. Los dos se ponen a conversar. “Hay que parar la olla”, le indica el motorizado con complicidad. Y lo deja ir. Porque lo entiende.